sábado, 31 de julio de 2010

La guitarra de agua (o Mi corazón se ahogó)- Parte III

Caminó por el pasillo tenuemente iluminado. No muy lejos de la habitación de su padre estaba la que los Somerset habían preparado para ella, reservando casi toda esa ala de la casa para los invitados.

Lucy entró. Era la habitación más grande en la que había estado nunca, El techo parecía más alto que el mismo cielo, y el espacio era más ancho que el mar.

Había un escritorio de caoba, junto a un tocador profusamente labrado y con tres espejos. También había varias estanterías repletas de libros, alfombras persas rojas en el suelo y una cama enorme sólo para ella.

¡Y qué cama! Ni una princesa tendría un dosel mejor bordado. Un arcón reposaba a los pies, y al lado, como doncellas que esperaban, se encontraban las maletas de Lucy.

Eran tres: una para la ropa, otra para los instrumentos y otra rellena de cosas que pesaban pero no servían absolutamente para nada. Pero su padre había insistido en que no debían parecer pobres, de manera que llevaron esa maleta sólo para aparentar que tenían más cosas.

Como tantas otras cosas que decía Charles, era más o menos verdad: tenían cosas, pero ni las necesitaban ni las querían.

Lucy suspiró. En realidad no le importaba demasiado el dinero. Le gustaban las cosas bonitas pero, acostumbrada al engaño, sabía que la mayoría de esas cosas eran falsas.

No quiso pensar más en ello. Se acercó a la maleta más grande, la que había protegido de los descuidos del cochero (la otra era de su padre).

La abrió. Dentro había tres instrumentos (el arpa de hilos de cobre, la flauta travesera de conchas y la guitarra de agua). Cogió la guitarra de agua con cuidado y la sacó como quien levanta un bebé de una cuna.

Ah, pero el arte… El arte era distinto.

-Tú puedes ser falso, pero tu arte es verdadero- murmuró Lucy, dejando la guitarra de agua encima de la cama. La observó unos instantes y luego pasó a desvestirse.



Lucy prefería tocar con ropa cómoda, y el vestido negro de cuello amplio y blanco parecía asfixiarla sin descanso. Se puso una especie de camisón de algodón blanco. Así se sentía como una reina.

Sus pensamientos volaron para reencontrarse con la guitarra. La guitarra de agua era un instrumento delicado, quizá el más suave que su padre había inventado. A primera vista parecía una guitarra clásica normal y corriente, con flores pintadas en la caja (flores marrones y pequeñas, como huellas de gorrión). En realidad, la única diferencia entre una guitarra normal y la guitarra de agua era un pequeño receptáculo de forma enrevesada que se llenaba de agua. Esto hacía que la guitarra de agua sonara como un canto de sirena muy lejano, o como una nana de ballena susurrada.

Por supuesto, el resto era pura elegancia, un sucedáneo de pomposidad. La decoración de la caja y la pluma barnizada de paloma que Lucy usaba para rascar las cuerdas de la guitarra de agua eran meros espejismos.

Pero con eso y con todo, había que tener talento y mucho cuidado para tocar un instrumento así; había que sostenerlo con delicadeza, para que el agua no se derramara, ni tampoco mostrar el truco a los que la escuchaban.

En cierto sentido, había que tener algunas dotes de ilusionista. Pero el arte, naturalmente, seguiría siendo verdadero.

Una vez vestida a su gusto y comodidad, Lucy volvió a coger la guitarra. Sin agua pesaba sólo un poco más que una guitarra normal. Pero una vez llena, el receptáculo pesaba mucho más, por lo que también había que tener cuidado para que la guitarra de agua no cayera al suelo por el peso.

Y pesaba mucho. Lucy no tenía los brazos más fuertes del mundo, ni siquiera era la más fuerte de su familia. Pero solucionaba este problema de una manera bastante… imaginativa.

-Soy una estatua- murmuró Lucy mientras levantaba la guitarra de agua-. Soy una estatua y peso más que el tiempo. Sólo tengo que mover los dedos y la pluma.

Cogió la pluma de paloma barnizada. Lucy tenía que cogerla con cuidado (como a la guitarra) para que no se le resbalara de las manos.

Cogió aire como quien se tira al mar.

Tocó una cuerda, una sola, un tirón fuerte y lento con la pluma.

Pero la guitarra de agua no sonó ni como un gorgoteo. En ese momento, el receptáculo no tenía agua: se hubiera derramado durante el trayecto dentro de la maleta, y por eso Lucy la había vaciado.

Resuelta, volvió a dejar la guitarra de agua sobre la cama y buscó por la habitación. No obstante, no encontró agua, ni siquiera una palangana para lavarse las manos y la cara.

-Esto es cosa de Ada- rezongó Lucy-. Las criadas son las que saben resolver estas cosas.

Así pues, echando un último vistazo al maravilloso instrumento que la esperaba en la cama, Lucy abrió la puerta y salió al pasillo. Cerró la puerta y empujó para comprobar que no se abriría sola. No quería que nadie echara un vistazo de casualidad y descubriera la guitarra de agua.

viernes, 30 de julio de 2010

La guitarra de agua (o Mi corazón se ahogó)- Parte II

Por supuesto, el señor Lambert lo contaba todo bajo su propio punto de vista (“pero la palabra de un caballero siempre es más que suficiente”). Decía que la imaginación era una de las virtudes más poderosas de un artista, que era el máximo ideal del hombre. Ideal y virtud que, según contaba, había heredado su querida hija Lucy, virtuosa música, intérprete y compositora.

De cualquier manera, verdad o mentira, la señora Somerset insistió en que los Lambert pasaran una temporada en Honor House. Quién sabía si un cambio de escenario inspiraría el arte de los Lambert…

De esta manera, la familia Lambert se encontraba a las puertas de la Honor House, siendo recibida por la familia Somerset.

La misma Sophie salió a recibirlos con uno de los mayordomos, con un traje verde botella con adornos de tafetán.

-Pasen, pasen- les dijo con caluroso afecto-. Mi familia estará encantada de conocerles.

En un amplio salón esperaban Oscar, el señor de la casa, y Laura, la princesita de la Honor House.



-Disculpen la ausencia de mi hijo Eric- se excusó el señor Somerset-. Se encuentra indispuesto.

-Lo siento mucho- declaró el señor Lambert con afectada voz-. Espero que mejore pronto.

-Si no les importa, la cena debe de estar casi lista- se apresuró a avisar Sophie Somerset.

Todos acudieron al comedor, donde deliciosos manjares los esperaban. Sentados a la enorme mesa rectangular, los huéspedes y los anfitriones se dispusieron a cenar y, de paso, conversar.

-Tu padre me ha hablado maravillas de ti, Lucy- comenzó la señora Somerset-. ¿Es muy complicado para alguien de tu talento el noble arte de la música?

A Lucy se le escapó una risita cuando oyó la palabra “noble”, pero se contuvo y respondió:

-No, señora; para los afortunados, la virtud parece ser algo con lo que se nace, como un ángel de la guarda.

-¡Ah! Tu señora madre te guarda…- suspiró el señor Lambert, recordando a la difunta señora Lambert.

-Además- continuó Lucy, ignorando por completo a su padre-, mi padre inventa sus propios instrumentos musicales y me deja participar en el proceso. ¿Cómo iba a tocar mal un instrumento que yo misma he creado?

El señor Lambert tosió disimuladamente.

-Mi querida hija Lucy quiere decir que su propio e innato arte parece modelar los instrumentos que nacen de mi ingenio.

-¡Oh, querida, qué gran honor! Tu padre inventa nuevos sonidos para ti, es un regalo realmente bello.

A Lucy le habría encantado contestar que su padre sólo añadía pequeñas y disparatadas aplicaciones a los instrumentos tradicionales y que, a veces, del ingenio del señor Lambert nacía algo más ridículo que ingenioso. Pero, una vez más, se contuvo, y sonriendo, dijo:

-Le estoy muy agradecida a mi padre, señora.

La cena transcurrió sin más incidentes, y los invitados se fueron a sus respectivos cuartos para terminar de instalarse y dormir.

O eso creían los Somerset, pero los Lambert se reunieron en la habitación de invitados destinada a Charles (la más grande de la casa, por supuesto).

-Bien, bien…- dijo éste, como buscando las palabras con las que empezar a hablar-. Bien. Veamos. Hay que ser especialmente respetuosos y corteses con los Somerset. No digo que no seamos verdaderos nobles…- hizo una pausa para sacar un pañuelo y sonarse la nariz un buen rato. Los demás esperaron y él añadió-: Pero también debemos parecerlo. Así es el arte: es y parece serlo.

-¿Dónde está el hijo?- preguntó Lucy.

-Calla, Lucy- ordenó Charles, haciendo un gesto de impaciencia con la mano-. Laura es demasiado pequeña… No podrás casarte con ella, Arthur.

Él se encogió de hombros.

-No importa, aún queda el chico, para Lucy.

-¿Dónde está el hijo?- repitió ella.

-Cállate, Lucy- volvió a mandar Charles-. Practicarás esta noche para estar bien preparada mañana.

-Pero el ruido…- comenzó a decir Arthur.

-El ruido no será un problema. Practicarás con la guitarra de agua. Y no se hable más.

-Pero, ¿dónde está…?

-¡Silencio! No se hable más. Ada, acompañarás a Lucy y la ayudarás en lo que necesite. Ya podéis iros. Buenas noches.

Charles Lambert se fue a dormir mientras los otros salían al pasillo. No obstante, las cosas no serían como él esperaba.

-Vete a tu cuarto, Lucy- dijo Arthur en voz baja.

-¿Y Ada?

-Ada se viene conmigo.

-¡Pero necesito que me ayude!

-La señorita lo hará bien sola- sonrió Ada, sólo un poco más alta que Lucy, sólo un poco mayor pero bastante más espabilada.

-Ya la has oído, Lucy. Nos vamos. Que practiques bien.

Lucy se fue hecha una furia. Su hermano y la criada, ¡qué barbaridad!

miércoles, 28 de julio de 2010

La guitarra de agua (o Mi corazón se ahogó)


Aún no había llegado el siglo XX, aunque no quedaba mucho para ello. En uno de estos últimos días de unos de los últimos siglos, un coche de caballos (lo cual no era nada raro para la época) rodaba por la calle en dirección este. Era un carro negro, cerrado, no muy grande pero sí robusto, como si quisiera pasar desapercibido pero, por si acaso no fuera así, estuviera preparado para defenderse y resistir lo peor.

Dicho carro iba en dirección este, siempre al este, decididamente al este…

-Los criminales siempre huyen al este- canturreó una voz femenina, dentro del carruaje.

-Calla, Lucy- la reprendió una voz masculina, algo cascada-. No es de buen gusto que una señorita como tú diga esas cosas.

-Lucy no es una señorita- rió la voz de otra mujer.

-Pero lo será- replicó la voz del anciano.

-Así nunca será nada, padre- opinó otra voz masculina.

-¡Silencio, todos!- se enfadó el anciano.

El coche de caballos se adentró en una zona donde las casas parecían de juguete. Y digo esto porque las casas de juguete suelen ser las más bonitas que existen; si no, nadie las compraría.

Entonces los caballos pararon. El cochero esperó a que estuvieran del todo quietos y entonces bajó a abrir la portezuela para que los que estaban adentro salieran.

Y eso hicieron. Del coche de caballos bajaron cuatro personas: la aspirante a señorita, la joven Lucy a quien pertenecía la primera voz; su anciano padre, un hombre con gafas doradas y traje de tweed llamado Charles; el hermano mayor de Lucy, Arthur; y la criada de la familia, sólo un poco mayor que Lucy, llamada Ada.

El cochero también se encargó de descargar unas cuantas maletas. Un par de ellas eran especialmente grandes y pesadas. A ellas corrió Lucy con evidente nerviosismo.

-Tenga mucho cuidado- recordó.

El cochero refunfuñó algo ininteligible, pero colocó las maletas, recibió unas monedas del señor Lambert y montó otra vez en el carro, y se marchó.

Oh, sí, olvidé mencionarlo. Esta es la historia de la familia Lambert. De los impostores Lambert.




El padre, Charles, defendía que descendían de nobles alemanes. Por supuesto, no tenía ninguna prueba más allá de su propia palabra (“pero la palabra de un caballero siempre es más que suficiente”, decía). Ahora se encontraban al borde de la ruina, si bien tenían la costumbre de ahorrar y administrar bien los gastos necesarios.

Charles Lambert era un hombre astuto, que no inteligente. Contaba también con algo de suerte, al menos hasta que ésta lo abandonó. Pero el señor Lambert siempre sabía arreglárselas: unos conocidos de allí, amigos de una fiesta por allá…

Y ahora, los Somerset. Ellos sí que eran de la nobleza, o al menos sí que podían probarlo con algo más que la propia palabra. El dinero, dios de los civilizados, abundaba en sus múltiples propiedades y jardines.

Disponían de varias residencias de campo y unas espléndidas estancias en la ciudad. “Honor House”, pomposo nombre para una pomposa casa.

A las puertas de la Honor House, estaban los Lambert. Habían venido a quedarse.

O como mínimo a intentarlo. Charles Lambert se las había ingeniado para conocer a Sophie Somerset, la señora de la casa, en una fiesta de noche. La señora Somerset se había mostrado verdaderamente encantada con las ocurrencias del señor Lambert: a menudo conversaban de las nuevas ideas e inventos que él intentaba llevar a cabo.

Porque sí, el señor Lambert también inventaba. Tretas y artilugios. Si los Lambert eran de verdad nobles, ese debería ser su lema: “Tretas y artilugios”.



(Continuará...)