sábado, 7 de agosto de 2010

La guitarra de agua (o Mi corazón se ahogó)- Parte IV

Honor House era inmensa, porque a los ricos les gustan las cosas caras y grandes. Después de bajar y subir varias escaleras, Lucy se perdió.

Pero eso no la intranquilizó lo más mínimo. Ni siquiera la inquietante y suavísima luz de las lámparas de gas a los lados, en las paredes, la asustaba.

Siguió avanzando. Honor House era un enorme y lujoso laberinto, pero ella encontraría la salida. Tenía que dar con Ada, estuviera donde estuviera. Y muy lejos no podía estar, porque se había ido con Arthur, así que…

Lucy se paró de golpe. Se dio cuenta de que había estado dando vueltas para nada, porque debería haber buscado en el mismo pasillo, al menos, donde estaba su habitación, porque los Somerset habían reservado esa ala para los invitados.

Tranquila, dio media vuelta y siguió andando, pero algo la sorprendió. Un ruido pesado, como algo cayendo desde un lugar muy alto.

Lucy volvió a girar, mirando el pasillo que iba a dejar atrás. Las lámparas de gas no iluminaban más que a los lados, así que no podía ver bien mucho más allá de su posición. No escuchó nada más, y se dirigió a su habitación.

Ya casi había llegado cuando volvió a escuchar un ruido, pero esta vez más fuerte y prolongado. Giró la cabeza y miró por encima del hombro, prestando atención. Parecía algo que trotaba, algo pesado… Como un perro grande.

Un perro muy grande. Y a Lucy le asustaban hasta los animales más pequeños.

No se quedó a ver qué perro era. Corrió el último tramo hasta la puerta de su habitación y la abrió de un nervioso manotazo. Entró de un salto y volvió a cerrar, apoyando la espalda sobre la puerta.

Escuchó los latidos de su corazón, su propia respiración y algo grande y pesado que pasaba por su puerta. Sí, algo que pasaba sin detenerse. El animal continuó su carrera por el pasillo y su sonido se perdió, alejándose.

Lucy cerró los ojos y suspiró. Esperó unos minutos y, aún preocupada, se acercó lentamente a la cama.

Dos golpes fuertes retumbaron en la puerta. Lucy se giró deprisa y abrió los ojos como platos.

-Señorita, ábrame, por favor- dijo la voz de Ada al otro lado de la puerta.

Lucy torció la boca en un gesto de disgusto y le abrió, molesta.

-Me has abandonado- le gruñó.

-¿Necesita algo, señorita?- preguntó Ada con dulzura, ignorando a Lucy y su enfado.

-No encontraba el agua para la guitarra y…- empezó a relatar Lucy.

-Aquí tiene agua- la interrumpió Ada. Había abierto un pequeño armarito junto al tocador: dentro había cosméticos y dos palanganas llenas de agua, junto a una jarra dorada también llena.

Lucy contempló la jarra mientras Ada la levantaba y llenaba la guitarra de agua con ella.

-Gracias- dijo Lucy, aún con el tono un poco seco (la gente suele estar seca si no se le da agua).

Ada volvió a colocar la jarra en el armarito y esperó a que Lucy practicara. Después, un poco todavía más risueña, vació la guitarra de agua y ayudó a Lucy a acostarse en la cama.

-Que duerma bien, señorita.

-No sé si podré- replicó Lucy-. Antes, cuando fui a buscarte, había un perro correteando por el pasillo y hacía un ruido infernal.

-Los Somerset no tienen perro, señorita. Su padre ha dicho que detestan los animales.

-¿Cómo que no tienen perro?- exclamó Lucy.

Ada la arropó y se dispuso a salir por la puerta, no sin antes decir:

-Detestan los animales, señorita. Buenas noches.

Y así quedó la cosa, y Lucy durmió poco y soñó mucho con perro infernales que intentaban entrar en su habitación.



Pero a la mañana siguiente no quiso pensar más en el tema y se levantó pensando en practicar un poco más con la guitarra de agua. Sin embargo, no pudo ser por la mañana, puesto que Ada la llevó inmediatamente a desayunar.

El resto del día fue una mezcla de comer, hablar y piropear a Lucy, aunque a ella no le afectaban estos cumplidos.

-¿Tocarás esta noche para nosotros, querida?- pidió la señora Somerset.

-Por supuesto que sí, ¡faltaría!- se apresuró a contestar Charles Lambert por su hija.

-¡Qué emocionante! ¿Verdad que sí, Laura?

La pequeña de los Somerset hizo un mohín, y esa fue toda su respuesta.

-Estoy segura de que su hija nos deslumbrará a todos con su talento- comentó la señora Somerset, como para disimular el gesto de Laura.

-Así será- sonrió Lucy.

Y así debía ser. Por la noche, después de cenar, Lucy volvió a su habitación, llenó el receptáculo de la guitarra de agua y se dispuso a volver al pasillo. Paró un momento a mirarse en un espejo de la habitación: levaba otra vez el vestido blanco, y una redecilla con plumas blancas trenzadas en el pelo. Debía parecer una estatua, y con aquella ropa se acordó de algunas figuras helénicas.

Cogió la guitarra de agua y, lentamente, con mucho cuidado, recorrió el pasillo hasta llegar a la sala de estar. Allí esperaban los Somerset y el resto de la familia Lambert.

Nadie dijo nada. Todos callaron mientras Lucy daba los últimos pasos hacia el centro de la estancia. En medio de un silencio expectante, mientras todo el mundo contenía el aliento, Lucy se quedó quieta como la piedra. Unos segundos después, como una hoja que cae de un árbol mecida por la brisa, el brazo de Lucy y la pluma de paloma barnizada cayeron sobre la guitarra de agua.

Difícilmente se podría describir aquel espectáculo. La guitarra de agua, su sonido real, el ambiente irreal, mágico y fantástico que desplegaba, eran una evolución perfecta hacia una música suave, elegante, cautivadora. Había que prestar atención, pero una vez que el oído daba con ese sonido ya no quería separarse de él: notas agudas, dulces y amorosas; notas graves, tristes y solemnes. Lucy tocó durante un tiempo que nadie supo medir, y después el sonido de la guitarra de agua se fue apagando más y más, más y más, hasta que no quedó ni una gota de la canción.

Laura Somerset y sus padres parpadearon lenta y pesadamente, como quien sale de un maravilloso sueño. La pequeña, la primera en despertar, dijo en voz baja:

-Qué pena que Eric se lo haya perdido…

-Lo verá en cuanto pueda, cariño- la consoló su madre, con la voz aún más suave que de costumbre.

Charles Lambert asintió, complacido. Arthur bostezó, se llevó la mano a la boca y, como quien no quiere la cosa, levantó la cabeza (como buscando a alguien o a Ada) y dijo:

-Se hace tarde.

-Es cierto- concedió Oscar Somerset-. Será mejor que todos nos vayamos a dormir.

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